Los personajes principales de la película The Kid, Rusty de ocho años y Russ, su versión cuarentona del futuro, llaman al día en que su madre fue internada por una sobredosis de droga "el día en que matamos al pato con el pan". Hacen alusión a este accidente que les sucedió en esa misma fecha, con la intención de no articular el traumático episodio con su madre.
Imitando esta estrategia, mi amiga Liz y yo decidimos llamar al suceso que les contaré a continuación, "el día en que Liz se puso sus tenis amarillos" (que rara vez usaba).
Bien. Empezaré por argumentar que cuando realizamos
cotidianamente alguna actividad, algo natural y por demás inconsciente pasa en
nuestro cerebro (bueno, al menos en el mío): adquirimos confianza y
despreocupación. No en todos los casos esta confianza es sana, a veces lo es
también peligrosa. Este fenómeno es por el que muy a menudo veo a personas
manejando un automóvil mientras hablan por teléfono celular, gente caminando
mientras escribe en su smartphone y motociclistas conduciendo sin casco. A mí
me pasó también…
Este 14 de septiembre se
cumplen cinco años del día en que fui atropellada en mi bicicleta, en la ciudad
de Monterrey, Nuevo León, México. Siempre he atribuido dicho accidente
principalmente a mi exceso de confianza al conducir mi vehículo de dos llantas pero, lo más
interesante de esta historia, se encuentra sin duda en las consecuencias
desatadas luego de esta distracción y en lo absurdo de varias de ellas.
Iba en sentido contrario
por una de las calles aledañas a mi universidad, my bad. La confianza y mi muy usual distracción se habían apoderado
de mí y creí que, antes de que éste arrancara, alcanzaría a pasar por enfrente
del automóvil que se preparaba para incorporarse a la calle por la que yo me
desplazada. Como podrán imaginar, no alcancé. Afortunadamente el golpe no fue
muy fuerte, pues el carro comenzaba apenas a avanzar, pero sí me tumbó al piso de manera un tanto aparatosa. El conductor no había tomado la
precaución de voltear a ver ambos lados de la calle.
Recuerdo haberme levantado
de la caída en un segundo, bajo la certeza de que todo estaba bien. Eso mismo
le dije al conductor del auto cuando bajó a auxiliarme. Pero al momento
siguiente, todo comenzó a nublarse y tuve un mareo que duró por largos minutos.
Recuerdo también a una chica y un joven español que me acompañaron y ayudaron a
sentarme en la banqueta, y de los cuales nunca pude recordar su rostro. Me
avergonzaba encontrármelos un día por el campus y no poder siquiera sonreírles
como muestra de mi agradecimiento por su amabilidad.
En aquel semestre yo no
había comprado el seguro de gastos médicos que ofrecía la universidad, pero
esto no parecía ser un problema, porque el automovilista aseguró que con el
suyo podríamos cubrir los gastos generados por mi revisión en el hospital más costoso
de Monterrey (perteneciente a la misma universidad). Al pasar el mareo me
encontraba en una especie de lapso eufórico que me provocaba bastante simpleza. Me causaba risa la inusual situación de ser atropellada e, incluso, creo que
fue lo primero en lo que pensé mientras caía de la bicicleta, a pesar de que
esto sucedió en cuestión de segundos. Me dejé llevar por la ambulancia y me limité a dar algunas
instrucciones a los vigilantes del campus para que avisaran del accidente a las personas más
cercanas a mí. Mi calidad de foránea, según mi criterio, excluía de este tipo
de noticias a mi familia.
Todo parecía estar bien en
el hospital, salvo un pequeño esguince en el cuello, raspones y algunos moretones.
Hasta aquí la experiencia me había parecido dolorosa y estúpida y, sin embargo,
también emocionante (no todos los días lo atropellan a uno). Pero todo comenzó
a complicarse cuando el conductor del Audi que me golpeó (cuidado con lo que
desean, alguna vez dije a un amigo que si un carro me atropellaba, esperaba que
fuera un Audi), no llegaba al hospital a saldar la deuda a través de su seguro.
En ese momento me sentí abandonada y toda la sensibilidad que no me había
llegado hasta entonces, comenzó a fluir en lágrimas.
Había sucedido que a los
vigilantes de la universidad les había parecido pertinente avisar del accidente
a Tránsito Municipal y, dado que en la escena había "sangre" (misma que consistía en el aparatoso raspón de mi brazo),
los oficiales se habían llevado en calidad de detenido al benefactor de mis
servicios médicos.
Resultó también que el conductor del auto era presidente de la Federación de Estudiantes de la universidad y esto ayudó a que después de un rato, el Departamento de Desarrollo Estudiantil lograra negociar mi salida del hospital, dejando el pago correspondiente en espera. Fue así como ese jueves terminó con una llamada de feliz cumpleaños para mi hermana, un baño caliente y la reconfortante sopa preparada por una amiga.
Pasó el fin de semana y en
alguno de esos patrióticos días de conmemoraciones por la Independencia de
México, llamé por teléfono al automovilista implicado para decirle que me
encontraba bien y confirmar que él también lo estuviera (no recuerdo a ciencia
cierta cómo llegó a mí su número). No obtuve respuesta, pero dejé el mensaje en
la máquina contestadora.
El lunes siguiente recibí
una llamada del chico. Me aseguró que se encontraba bien, pero que
necesitaba mi ayuda para sacar su auto del corralón, donde había permanecido
custodiado por Tránsito todo el fin de semana. El día del accidente él había viajado y pasado todo el fin de semana en su ciudad natal.
Accedí a ayudarlo y a declarar ante las autoridades lo sucedido; él mismo me
llevó al Ministerio Público.
Al llegar a las oficinas
del Ministerio, fue directamente con uno de los funcionarios a quien, yo
supuse, había conocido desde el día de su detención. Juntos me llevaron con una
señorita a la que le faltaba la cordialidad y le sobraba la antipatía. Ella
tomó apresuradamente mi declaración y mencionó que yo tenía derecho a un
abogado público (como en las películas), el cual jamás apareció y por el que
yo, en mi ingenuidad o ignorancia, nunca pregunté.
La declaración duró no más
de 10 minutos y consistió en explicar a grandes rasgos cómo y dónde había
sucedido el accidente. Sobretodo, la funcionaria se esforzó en que yo
afirmara varias veces que iba en sentido contrario y que, por lo tanto, era culpable
del choque. Eso hice, afirmé que iba en sentido contrario y que si eso me hacía
culpable, lo era. Yo no estaba ahí para contar ninguna mentira buscando
salvarme de un castigo, debía explicar cómo había sucedido todo para que dejaran
libre el automóvil del conductor que había pagado mis servicios médicos. Después de atravesarme en su camino y meterlo en ese problema, se lo debía.
En aquel entonces yo tenía
21 años de edad y quizá fue por falta de vida y sobrada ingenuidad que nunca
esperé lo que sucedió cuando terminé de declarar: el funcionario que estaba al
lado del conductor me dijo que, como yo era culpable del accidente, debía
pagarle al dueño del auto mil 600 pesos por costo de grúa y corralón (los cinco
días que había estado encerrado el Audi, mientras su dueño se encontraba fuera
de la ciudad). Luego añadió en un tono amenazante que si me oponía a hacerlo retendrían mi bicicleta e, incluso, podrían aprehenderme; advertencia que a mí me
pareció ridícula y sobrante. Eso sí, destacó que, por amabilidad, el
automovilista pagaría el arreglo de su carro por los daños que mi bicicleta le
había causado, no era necesario que yo me preocupara por ese dinero.
Dadas las amenazas, no
pensé que pudiera hacer mucho más al respecto, así que pedí al amable conductor
del auto que me llevara a un cajero, saqué el dinero (lo que significó una considerable
baja a mis recursos monetarios, como estudiante foránea que era), se lo
entregué y no quise saber más. Tengo entendido que recientemente dicho
automovilista se ha convertido en diputado por parte del Partido Revolucionario
Institucional (PRI).
En ese momento predominaba en mí un sentimiento de confusión. Sin duda yo había sido culpable
del accidente; había violado el reglamento que, si yo era conductora de un
vehículo, debía respetar; había circulado en sentido contrario. Sin embargo, no
podía dejar de sentir que algo injusto había sucedido.
Luego del choque, mi
bicicleta fue llevada al corralón en la misma grúa que retiró el Audi.
Para sacarla de ahí debía cubrir otro monto por gastos de grúa (la misma que ya
había pagado por el auto pero que, según me dijeron, cobraba por vehículo); desembolsar
poco más de 100 pesos por cada día que la bicicleta estuviera en custodia; y
conseguir que el juez correspondiente a mi comunidad (que nunca antes en su
vida me había visto), testificara que efectivamente la bicicleta era de mi
propiedad. Pero había un problema, y es que nadie sabía decirme quién era el
juez correspondiente a mi comunidad y dónde podía encontrarlo.
Diez días después de sucedido
el accidente, un departamento jurídico de la universidad pudo conseguirme los
datos de la jueza y fui a buscarla a su casa. Me abrió una
señora en bata y con tubos en el cabello que me dijo “ah sí, tráeme una carta
donde yo testifique que es tu bicicleta, la firmo y te va a costar 250 pesos”
(si mal no recuerdo el monto). Sí, una señora en bata y con tubos, que yo nunca
antes había visto y a quien no le constaba que yo hubiera comprado esa
bicicleta, iba a constatar que era mía por la módica cantidad de 250 pesos.
Renuente a pagar por tan
absurdo requerimiento, llamé al departamento de Tránsito Municipal para explicar
la ilógica situación, esperando de su parte algo de flexibilidad. La persona que
me contestó se limitó a decirme: “no señorita, yo que usted ya ni le movía. Le
van a pedir que tenga licencia de conducir y placa para la bicicleta, y usted
no cuenta con ellas, no vaya a ser que la multen por eso”. Dejé mi bicicleta en
el corralón, pues sacarla me costaba ya más de lo que había pagado originalmente por ella.
Por medio de otros
ciclistas en Monterrey supe después que, efectivamente, el Reglamento de
Tránsito y Vialidad del municipio exige a los conductores de bicicletas que
porten placas y licencias. Sin embargo no hay manera de
obtenerlas. A los ciclistas que han intentado tramitarlas, las mismas autoridades les
han dicho que no existen estos permisos para bicicletas.
Poco antes de graduarme, casi un año después del accidente, el director del Departamento de Desarrollo
Estudiantil de la universidad me mandó llamar para cobrarme los aproximadamente
cinco mil pesos que habían significado los gastos de mi revisión en el
hospital. Esto, me dijo, porque el seguro del automovilista no había podido
cubrir el monto, ya que yo era culpable del accidente. Ante mi negativa pues,
como le afirmé, no contaba con ese dinero, seguro de su buena acción
expresó: “muy bien, nosotros lo pagaremos, tómalo como un regalo de
graduación”.
Como dije antes, no podía
dejar de sentir que algo injusto había sucedido. Y es que, aunque es muy cierto
que los ciclistas deben ser también conductores responsable y respetuosos de
las reglas vehiculares, son nulas las seguridades que estas reglas les ofrecen
a ellos, al menos en Monterrey, Nuevo León. Se juzga y se castiga por igual a
un ciclista que a un automovilista, pero al primero no se le da ni la mitad de
opciones y seguridades que al segundo.
Constantemente en aquellos
tiempos, circulaba en sentido contrario por algunas calles para evitar meterme
en avenidas demasiado transitadas y peligrosas que no tenían espacios
exclusivos para que los ciclistas se desplazaran. En algunas otras lo hacía por
temor a no ver claramente a los automovilistas que venían detrás, pues me sentía amenazada cuando pasaban a altas velocidades sumamente cerca de mí. No son justificaciones, lo sé, pero ciertamente
son las razones por las que lo hacía.
No existen carriles exclusivos
en las calles para andar en bicicleta. Circular por las banquetas en este
vehículo es un acto prohibido y, en su mayoría, los automovilistas no son
amables ni cuidadosos con los ciclistas. Si un accidente llega a suceder, aún
cuando no fuera culpa del ciclista, muy probablemente éste recibiría una
sanción por no portar los permisos que se le exigen en la teoría, pero que en
la práctica no existen (placa, licencia, tarjeta de circulación). Además, a
falta de éstos y para recuperar el vehículo confiscado, un desconocido le
cobraría por testificar que
efectivamente es de su propiedad.
Después de cinco años de
lo sucedido, he vuelto a ser ciclista. Todos los días lucho contra mi confianza
y mi distracción, y siempre llevo las manos puestas en los frenos de mi
bicicleta, porque nunca se sabe… Intento respetar el tránsito de los otros
vehículos y mantenerme alejada de ellos lo mejor que pueda. Sin duda, aunque
aún me faltan cosas por hacer, aprendí bien de esta lección. Sin embargo, no he recibido
mucho a cambio, ni por parte de los automovilistas, ni de las instancias
municipales. En ese sentido, que yo sepa, todo sigue igual.
Me transporto en bicicleta,
en parte porque me parece una forma de respeto a la vida: al medio ambiente y a
la sociedad. Como ciclista, me gustaría que también mi vida se respetara y que
se me diera lo mismo que se me exige: seguridad, responsabilidad y educación
cívica. Finalmente, el respeto a la vida no excluye formas de transporte.