“Eres del lugar donde recoges
la basura.
Donde dos rayos caen
en el mismo sitio.
Donde dos rayos caen
en el mismo sitio.
Porque viste el primero,
esperas el segundo.
Y aquí sigues.
esperas el segundo.
Y aquí sigues.
Donde la tierra se abre
y la gente se junta.”
(Fragmento Con el puño
en alto. Juan Villoro)
¿Qué hacía yo
el 19 de septiembre de 2017, a las 13:14 horas? Recordemos…
Caminaba por
un centro comercial. Estaba enojada con mi mejor amigo, pero buscaba su regalo
de cumpleaños, porque incluso los nacidos bajo escorpión somos capaces de
sostener una tregua en los cumpleaños. Poco después de esa hora, quizá como a
las dos de la tarde, mi celular se llenaba de notificaciones en los grupos de
Whatsapp.
Así empezaron
a llegar los videos virales de edificios cayendo y, con ellos, la indiferencia
de la lejanía; el asombro morboso que distingue a los que miran la pantalla de
los que ven nubes de humo desde un tambaleante piso 26. Luego sí, la
preocupación, las llamadas no respondidas, los mensajes no recibidos y las
peticiones de guardar la calma.
Cuando
supimos que los nuestros estaban bien, comenzamos a ver más allá. Primero con
incredulidad y evasión; después con dolor, frustración e incertidumbre, pero
también con admiración y orgullo (casi celos); con la esperanza que enciende el
México doliente, el México activo, el México de los mexicanos.
Los que
estábamos lejos… algunos… bastantes… fuimos contagiados por un testimonio, el cansancio
de un amigo involucrado hasta los huesos, un puño en alto, el silencio, el
Himno Nacional y el Cielito Lindo, o el
ladrido de un perro que sonaba a esperanza, a posibilidad. El sismo de ese
martes y sus terribles consecuencias despertaron la conciencia de una sociedad
civil que se manifestó organizada, crítica, exigente, participativa y
autogestiva.
Pero las
semanas pasaron y la solidaridad se llenó de cansancio. En el ambiente se
respiraba la disyuntiva de una población que necesitaba volver a su
“normalidad”, pero se rehusaba a dormir
de nuevo; que deseaba continuar, pero debía reconstruir su ciudad; que buscaba
superar el dolor, pero se resistía a olvidar todo lo que de él surgió.
Algunos quisimos
aferrarnos un tiempo más al alma tocada que deseaba salvar y ser salvada. En mi
círculo de relaciones, fuimos 40 las personas que adoptamos a cuatro familias
de escasos recursos afectadas por los sismos de septiembre: dos chiapanecas y
dos oaxaqueñas. Durante seis meses, cada uno de nosotros aportó un poco de su
bolsillo para que estas familias recibieran dos mil pesos mensuales a manera de
donación. Sabíamos que era una cantidad pequeña comparada con su nivel de
necesidad, pero considerable con respecto a su grado de posibilidad.
El primer día
de abril llegó el sexto mes de aportación, y con ello el final de nuestra
pequeña tarea. Mi sentimiento era agridulce, contradictorio. Cuando sueño con salvar al mundo, el
asistencialismo no figura como mi mejor estrategia. Por un lado, el clic de
la transferencia bancaria me recordaba cada mes que pronto las familias
apoyadas volverían a su escasez habitual; que como ellas existían más,
muchísimas más, en iguales o peores circunstancias; que el cambio que
aportábamos era irremediablemente temporal. Por el otro, brillaban dentro de mí
las sonrisas que en las fotografías recibidas reflejaban la emoción de las
personas apoyadas por contar con un colchón para dormir, zapatos para los niños,
láminas para proteger de la lluvia sus casas …
El cambio verdadero
conlleva tiempo y mucho trabajo (personal y colaborativo). Pero no encuentro la
manera de mantener la llama de la sensibilidad encendida, si no es por medio de
la proximidad, de la vivencia. Ciertamente el
asistencialismo no produce soluciones permanentes, pero bien entendido sí
mantiene corazones encendidos.
En la lucha
por nuestra propia sobrevivencia, resulta verdaderamente agotador y casi
imposible, detenerse en la congoja que causa ver a cada anciano con la mano
extendida en la calle, a cada niño enfermo con la necesidad de un tratamiento
imposible de conseguir, a cada perro callejero o a cada ser humano que duerme
entre cartones. De verdad, si mirara con esmero todas las escenas con las que
me encuentro cotidianamente, y pusiera atención consciente y prolongada a los
pinchazos de dolor que me causan, acabaría inmóvil en mi cama con un alto nivel
de frustración y culpabilidad. ¿De qué le serviría yo al mundo hecha bolita en mi cama?, ¿de qué me
serviría el mundo a mí?
No puedo tampoco,
sin embargo, aceptar la injusticia y la desigualdad como algo natural, algo que
simplemente está. ¿Dónde encuentro entonces el balance?, ¿cómo meto las manos
al lodo sin terminar ahogada en el pantano?
Si tú como
yo, sientes que el impacto estructural de tu aportación al mundo tardará en manifestarse;
que quizá nunca llegues a ser testigo de ello; que detrás de un escritorio o desde
un salón de clases, tus actos parecen pequeños soldados que tienen por delante
una guerra llena de obstáculos. Si a veces esto te desmotiva y te aleja del
propósito profundo de tu vida, de tu propia esencia, voy a darte varios consejos
no pedidos:
Identifica tu lucha y mantente cerca de ella. Descubre cuál
(o cuáles) de todos los males que aquejan al mundo, es el que más te duele.
Encontrarás que casi siempre, se trata exactamente del que más ha impactado tu
propia historia de vida, tu mundo personal. Para algunos será la pobreza, para
otros la destrucción del medio ambiente, la discriminación o la injusticia.
Problemáticas en el menú hay muchas y créeme cuando te digo que no tienes que probar
de todas, porque cada una tiene sus propios y bastantes comensales. No quieras
comerte el mundo entero porque nunca podrás hacerlo. Observa, aprecia y aprende
de todo, pero aférrate a tu propia misión. Aquello
que nos emociona en lo más profundo de nuestro ser, es a donde naturalmente volcamos
nuestra atención y a donde somos más capaces de encaminar nuestras acciones.
La
sensibilidad tiene una parte de espontaneidad y otra mucha de cultivo. Como
mecanismo de defensa natural del ser humano, a veces la evasión es incluso más
espontanea. Por eso mira documentales sobre el tema que te duele, lee textos
exhaustivos, asiste a voluntariados (aunque sean asistencialistas), mira a los
ojos de las personas afectadas, toca sus manos. No huyas, confronta. Por mucho
que duela, a la larga pesa más la falsa indiferencia. El verdadero sufrimiento
surge cuando se niega el dolor que de una manera u otra es parte de nuestra
identidad, de nuestra esencia.
Cultiva tu propia sensibilidad. Prepara tu corazón con las
condiciones y el abono necesario, para que ofrezca tierra fértil en la que
pueda crecer el interés y la acción. Si pones una
semilla del árbol más grande en una maceta, brotará un bonsái; pero si la pones
en la tierra fértil de un jardín, con las condiciones climáticas que propicien
su crecimiento, obtendrás un árbol robusto y fuerte… De muchos árboles robustos
y fuertes, un día, para maravilla de tu vista, nacerá un bosque.