Una vez viví en un cuarto que me rentaban unos señores grandes, muy amables. En su casa, tenía muchos años trabajando en la limpieza una señora muy viejita, Doña Mary. Era una mujer muy linda y trabajadora, siempre feliz y amable. Recuerdo que le hablaba muy cariñosamente a Spike, el perro beagle también ya entrado en años, y eso me causaba mucha ternura. Me preocupaba que Doña Mary tuviera una labor tan pesada para su edad, pero al mismo tiempo me sentía bien de saber que, a sus años, tenía trabajo y con personas buenas que la trataban bien.
Hoy, sin embargo, pasó algo feo. Camino a una plaza comercial, vi a Doña Mary en un puente con su mano extendida, pidiendo limosna. Se me partió el alma en pedazos.
Todos los días vemos a gente pidiendo dinero en las calles. La mayor parte del tiempo las pasamos de largo y procuramos no dejar mucho tiempo nuestra atención en ellas, porque hacerlo constantemente, al menos para mí, sería insoportable. Es difícil pasar los días con el corazón encogido.
No conocemos nada sobre esas personas, no sabemos si tienen hijos o los tuvieron, si alguna vez estuvieron enamoradas o sufrieron por amor, si trabajaron arduamente o no; y creo que en el fondo, nadie (o casi nadie) quiere saberlo. Pero, ¿qué si conociste a una de esas personas?, ¿qué si era la conserje de tu primaria, el señor que vendía elotes en tu calle o la señora que vendía sus artesanías a contra esquina de tu escuela?, ¿qué si solía sonreírte todos los días y decirte “buenos días señorita”?
No sé cómo o en qué momento dejamos que la humanidad llegara a este punto donde algunos jóvenes se gastan hasta cinco mil pesos en el alcohol de una noche, mientras hay tantas personas a quienes, como a Doña Mary, la pobreza, la edad y el hambre las lleva a pedir dinero en las calles.
Y yo, lo único que pude hacer por ella, fue llorar y escribir en este blog.
Algo tengo que hacer…