lunes, 22 de noviembre de 2010

Para hoy, cuando veas tu correo

Cuando las mamás de mis amigas dictaban a sus hijas las compañías que debían tener, tú, en mi inmadurez, me dejaste elegirlas sola.

Mientras las otras cumplían su sueño de estar en el grupo de baile más popular de la secundaria, el que sabías de buena fuente que estaba lleno de peligros, tú me llevaste fuera de la ciudad el día de la audición final, así, a la fuerza y sin explicarme los horrores que conocías pero que no le hacía bien saber a una niña de 13 años. Me dijiste solamente “un día me lo vas a agradecer”.

Te vi sufrir, te vi llorar algunas veces, pero nunca me revelaste más de lo que yo debía saber. Supiste darme sólo el papel de hija y no el de una confidente, cuando así debía ser.

Encontraste los argumentos más simples y perfectos para motivarme a presentar ese examen de admisión y cuando todo salió bien, fuiste tan valiente como para seguir apoyando la idea.

Cuando quise irme de casa, a pesar de tu dolor dijiste “sí”. Te rompiste una pierna, te hiciste un esguince en el brazo, pero al final lo logramos.

Me creíste, me dejaste, me confiaste.

Mientras lloraba y con todas mis fuerzas quise disimularlo para que no preguntaras, fingiste no darte cuenta, como si no reconocieras mis ojos de lágrimas aun mojados cinco horas antes de verte.

Cuando dije “no quiero hablar” callaste y esperaste pacientemente durante meses con tu corazón lleno de preocupación.

Cuando quise hablar, me abrazaste muy fuerte y en tus brazos me sentí protegida.

Sabes ganarte a mis amigos.

Cuando quise irme a otro continente entraste a clases de computación. Aprendiste a usar el Messenger y el Facebook.

Mientras las mamás de otros me regañan, tú confías en mi criterio y, preocupada, haces de tripas corazón y me das la libertad.

Dices “gracias” y “cabrona” cuando lo merezco.

Casi me obligas a comprarme ropa.

Haces que brote de mí la mejor persona que puedo ser.