viernes, 1 de junio de 2018

Mantente encendido

“Eres del lugar donde recoges 
la basura.
Donde dos rayos caen
en el mismo sitio.
Porque viste el primero,
esperas el segundo.
Y aquí sigues.
Donde la tierra se abre
y la gente se junta.”

(Fragmento Con el puño en alto. Juan Villoro)


¿Qué hacía yo el 19 de septiembre de 2017, a las 13:14 horas? Recordemos…

Caminaba por un centro comercial. Estaba enojada con mi mejor amigo, pero buscaba su regalo de cumpleaños, porque incluso los nacidos bajo escorpión somos capaces de sostener una tregua en los cumpleaños. Poco después de esa hora, quizá como a las dos de la tarde, mi celular se llenaba de notificaciones en los grupos de Whatsapp.

Así empezaron a llegar los videos virales de edificios cayendo y, con ellos, la indiferencia de la lejanía; el asombro morboso que distingue a los que miran la pantalla de los que ven nubes de humo desde un tambaleante piso 26. Luego sí, la preocupación, las llamadas no respondidas, los mensajes no recibidos y las peticiones de guardar la calma.

Cuando supimos que los nuestros estaban bien, comenzamos a ver más allá. Primero con incredulidad y evasión; después con dolor, frustración e incertidumbre, pero también con admiración y orgullo (casi celos); con la esperanza que enciende el México doliente, el México activo, el México de los mexicanos.

Los que estábamos lejos… algunos… bastantes… fuimos contagiados por un testimonio, el cansancio de un amigo involucrado hasta los huesos, un puño en alto, el silencio, el Himno Nacional y el Cielito Lindo, o el ladrido de un perro que sonaba a esperanza, a posibilidad. El sismo de ese martes y sus terribles consecuencias despertaron la conciencia de una sociedad civil que se manifestó organizada, crítica, exigente, participativa y autogestiva.

Pero las semanas pasaron y la solidaridad se llenó de cansancio. En el ambiente se respiraba la disyuntiva de una población que necesitaba volver a su “normalidad”, pero se rehusaba a dormir de nuevo; que deseaba continuar, pero debía reconstruir su ciudad; que buscaba superar el dolor, pero se resistía a olvidar todo lo que de él surgió.

Algunos quisimos aferrarnos un tiempo más al alma tocada que deseaba salvar y ser salvada. En mi círculo de relaciones, fuimos 40 las personas que adoptamos a cuatro familias de escasos recursos afectadas por los sismos de septiembre: dos chiapanecas y dos oaxaqueñas. Durante seis meses, cada uno de nosotros aportó un poco de su bolsillo para que estas familias recibieran dos mil pesos mensuales a manera de donación. Sabíamos que era una cantidad pequeña comparada con su nivel de necesidad, pero considerable con respecto a su grado de posibilidad.

El primer día de abril llegó el sexto mes de aportación, y con ello el final de nuestra pequeña tarea. Mi sentimiento era agridulce, contradictorio. Cuando sueño con salvar al mundo, el asistencialismo no figura como mi mejor estrategia. Por un lado, el clic de la transferencia bancaria me recordaba cada mes que pronto las familias apoyadas volverían a su escasez habitual; que como ellas existían más, muchísimas más, en iguales o peores circunstancias; que el cambio que aportábamos era irremediablemente temporal. Por el otro, brillaban dentro de mí las sonrisas que en las fotografías recibidas reflejaban la emoción de las personas apoyadas por contar con un colchón para dormir, zapatos para los niños, láminas para proteger de la lluvia sus casas …

El cambio verdadero conlleva tiempo y mucho trabajo (personal y colaborativo). Pero no encuentro la manera de mantener la llama de la sensibilidad encendida, si no es por medio de la proximidad, de la vivencia. Ciertamente el asistencialismo no produce soluciones permanentes, pero bien entendido sí mantiene corazones encendidos.

En la lucha por nuestra propia sobrevivencia, resulta verdaderamente agotador y casi imposible, detenerse en la congoja que causa ver a cada anciano con la mano extendida en la calle, a cada niño enfermo con la necesidad de un tratamiento imposible de conseguir, a cada perro callejero o a cada ser humano que duerme entre cartones. De verdad, si mirara con esmero todas las escenas con las que me encuentro cotidianamente, y pusiera atención consciente y prolongada a los pinchazos de dolor que me causan, acabaría inmóvil en mi cama con un alto nivel de frustración y culpabilidad. ¿De qué le serviría yo al mundo hecha bolita en mi cama?, ¿de qué me serviría el mundo a mí?

No puedo tampoco, sin embargo, aceptar la injusticia y la desigualdad como algo natural, algo que simplemente está. ¿Dónde encuentro entonces el balance?, ¿cómo meto las manos al lodo sin terminar ahogada en el pantano?

Si tú como yo, sientes que el impacto estructural de tu aportación al mundo tardará en manifestarse; que quizá nunca llegues a ser testigo de ello; que detrás de un escritorio o desde un salón de clases, tus actos parecen pequeños soldados que tienen por delante una guerra llena de obstáculos. Si a veces esto te desmotiva y te aleja del propósito profundo de tu vida, de tu propia esencia, voy a darte varios consejos no pedidos:

Identifica tu lucha y mantente cerca de ella. Descubre cuál (o cuáles) de todos los males que aquejan al mundo, es el que más te duele. Encontrarás que casi siempre, se trata exactamente del que más ha impactado tu propia historia de vida, tu mundo personal. Para algunos será la pobreza, para otros la destrucción del medio ambiente, la discriminación o la injusticia. Problemáticas en el menú hay muchas y créeme cuando te digo que no tienes que probar de todas, porque cada una tiene sus propios y bastantes comensales. No quieras comerte el mundo entero porque nunca podrás hacerlo. Observa, aprecia y aprende de todo, pero aférrate a tu propia misión. Aquello que nos emociona en lo más profundo de nuestro ser, es a donde naturalmente volcamos nuestra atención y a donde somos más capaces de encaminar nuestras acciones.

La sensibilidad tiene una parte de espontaneidad y otra mucha de cultivo. Como mecanismo de defensa natural del ser humano, a veces la evasión es incluso más espontanea. Por eso mira documentales sobre el tema que te duele, lee textos exhaustivos, asiste a voluntariados (aunque sean asistencialistas), mira a los ojos de las personas afectadas, toca sus manos. No huyas, confronta. Por mucho que duela, a la larga pesa más la falsa indiferencia. El verdadero sufrimiento surge cuando se niega el dolor que de una manera u otra es parte de nuestra identidad, de nuestra esencia.

Cultiva tu propia sensibilidad. Prepara tu corazón con las condiciones y el abono necesario, para que ofrezca tierra fértil en la que pueda crecer el interés y la acción. Si pones una semilla del árbol más grande en una maceta, brotará un bonsái; pero si la pones en la tierra fértil de un jardín, con las condiciones climáticas que propicien su crecimiento, obtendrás un árbol robusto y fuerte… De muchos árboles robustos y fuertes, un día, para maravilla de tu vista, nacerá un bosque.




jueves, 17 de septiembre de 2015

Para siempre es mucho tiempo...


Me he fijado que cuando como aguacate, mientras lo disfruto nunca estoy pensando en si mañana o pasado mañana voy a querer aguacate. Como aguacate y lo disfruto en el momento, pero si mañana no quiero aguacate, no lo como y ya. Sin embargo, es posible que en tres días vuelva a querer aguacate. Sería muy tonto de mi parte deshacerme de los aguacates que tengo en mi refrigerador, sólo porque hoy no quise comerlos.

A quién engaño, yo siempre quiero aguacate; ése es un mal ejemplo.

Lo intento de nuevo:

Hay personas a las que quieres tanto tanto, que nunca te pones a pensar en si vas a quererlas para siempre; si deberías de. Nunca que yo recuerde, tuve que comprometerme con mis padres, mis hermanos o mis amigos, a amarlos durante toda la vida. Los amé y ya, los amo todos los días y no siento la necesidad de prometerles que mañana o pasado también lo haré. ¿Cómo decirlo?.. Las estadísticas favorecen la posibilidad de que mañana los ame también (no hay que ser un experto para saberlo). La probabilidad de que no los ame mañana es tan baja, que nunca llega a preocuparme. Tampoco despierto una mañana común angustiada por el riesgo de que el mundo se acabe ese día porque, aunque puede pasar, la probabilidad es muy baja como para pensar en ella (creo).

No me malinterpreten, no es que no crea en el compromiso. Es sólo que creo en el compromiso que surge del amor, no en comprometerse a amar. Sé que a simple vista puede parecer lo mismo, pero no pienso que lo sea. Comprometerse a amar es decir: “te prometo que tendré por ti ese sentimiento intenso que me lleva constantemente a querer tu cercanía”. ¿Y cómo puedes prometer que un sentimiento surgirá de ti? Eso es más culpa de tu hipotálamo que de tu voluntad. No prometes nunca que vas a enojarte o que vas a sentirte triste, lo sientes y ya. Sí, puedes canalizar ese sentimiento y expresarlo de distintas maneras, pero no haces que surja, dejas que fluya cuando ya surgió.

Por otro lado, comprometerse a introduzca aquí la intención que prefiera por amor, se traduce por ejemplo así: “Por ese sentimiento intenso que me lleva constantemente a querer tu cercanía, te prometo que estaré contigo, aun cuando sea difícil estarlo”. Es decir, “porque sé que te amo, aguacate, no te tiraré a la basura sólo porque hoy no te quise”. Y cuando uno ama, sabe que ama. Nunca me he cuestionado si amo o no a mis padres, sólo porque un día (o varios) no quiera hablar con ellos.

A ver si puedo ser más clara: “Porque te amo (y sé que te amo, involuntariamente te amo), decido y me comprometo a estar contigo. Mi corazón y mis tripas están contigo, pero también mi cabeza”. Y cuando digo “estar”, sobra decir (o quizá no) que no me refiero a estar físicamente, sino a estar en toda la extensión de la palabra. O mejor dicho, en su interpretación más metafísica.

Pero incluso el compromiso que se hace no de amar, sino por amor, no debería ser para siempre. Y es que… para siempre en verdad es mucho tiempo (suponiendo que vivamos muchos años, pues). ¿Cómo sabes cuáles serán las circunstancias que rodeen a esa promesa en 10 ó 50 años?

¿”Prometo amarte para siempre”? ¿Cómo estás seguro de que cumplirás esa promesa?, ¿Por qué haces una promesa si no estás seguro de poder cumplirla? ¿Cuántos de quienes la han hecho, la han cumplido realmente? Y quienes la han cumplido, ¿en verdad siguieron amando sólo porque prometieron hacerlo?, ¿o justamente el amor se mantuvo como consecuencia de haber cumplido las promesas diarias que nacieron de él?

Honestamente, ni siquiera puedo prometerme a mí misma que me amaré siempre. Digo, ya he tenido momentos en los que no he sentido amor por mí, ¿cómo sé que no volverá a pasar? “Amar por siempre”, “estar ahí para siempre”, es una autoexigencia como muy (disculpen mi francés) cabrona, ¿no?

Ahora, ¿“prometo estar contigo siempre”? Ok, es algo que puedes cumplir si de verdad te lo propones y si nadie te aleja permanente e involuntariamente de esa persona. Pero a mi parecer, igual es una promesa que puede joderte la vida si pretendes cumplirla no importando qué.

¿Por qué no mejor, estar con alguien que quiera amarte hoy y comprometerse hoy contigo por ese amor? ¿Por qué no un amor realista, en lugar de uno con promesa de eternidad? Finalmente, cuando el amor es lo suficientemente valiente como para comprometerse hoy, es muy probable que mañana se sienta también, así, involuntariamente. El amor es además de un sentimiento, una decisión. No porque se sienta voluntaria y decididamente, sino porque la decisión de comprometerse voluntariamente alimenta el amor (no comprometerse A amar, sino POR amor). El compromiso surge del amor, pero el amor continúa existiendo gracias al compromiso. Si hay amor, no sin miedo pero con valentía, hay voluntad. Y donde hay amor y voluntad juntos, el comprometerse se convierte en necesidad. “Si hay amor, se encuentra la manera”.

¿No sería mejor, decirlo así?:

“No puedo prometer serte fiel todos los días de mi vida, en lo próspero y en lo adverso; porque nunca podré prometer no equivocarme. Puedo prometer a cambio que hoy voy a luchar con todas mis fuerzas para no lastimarte. Y el día que enfrente de mí se pose la tentación de hacerte daño, ese día será también un hoy en el que estaré luchando por no herirte.

No es necesario que prometas amarme para siempre. Quiero que me ames hoy, no para siempre; y que por ese amor hoy te comprometas. No puedo prometer que te amaré eternamente, pero puedo prometer que te amo hoy, porque sé que hoy te amo sin pretenderlo.

Prometo estar contigo hoy. Hoy que sé que te amo, aunque quizá no quiera ni verte. Amarte hoy, incluso si hoy no quiero amarte; sólo porque segura estoy de que hoy te amo”.

Es que en serio… para siempre es mucho tiempo.




martes, 12 de marzo de 2013

Perras negras

Escritura y claridad, ¿por qué se han divorciado? ¿Dónde está el pacto de paz que me prometieron? Amor, poesía, utopía, ¿dónde han quedado sus palabras? 

“Sal ahora, salta de esta cama, toma un baño, corre a La Tetería, húndete en un libro y escríbele al desamor”. Nadie sabe dónde ha quedado, dónde está quedando Ella. Nadie y menos que nadie Yo. Quienes la conocieron me la reclaman, quienes no, me la esconden... o la escondo Yo detrás de ellos. Todo está tan revuelto... “palabras, perras negras”... existen, supongo, pero ahora no están. Perras negras las extraño. ¿Quién, maldita sea, las mandó a la nostalgia del pasado?

Yo era Ella y Ella era sólo una parte de Yo. Yo, no me arrepiento, pero extraño a Ella. ¿Dónde convergen ambas? ¿Dónde te busco, Ella? ¿Dónde te suelto un poco, Yo?

Todo son marañas y, si no todo, gran parte. Mis dedos han dejado de irgorarme finamente y en pedacitos de colores varios. Una avalancha de nieve, eso es; una avalancha que en su caída no me concede el beneficio de detenerse para que yo la mire y la convierta en un poema. Antes de que yo pueda hablarle, sólo caerá y me aplastará, me llevará a rodar con ella.

Con un carajo, salgan perras negras de esta maraña y pasen a mis dedos. Ni el pecho ni la cabeza son su lugar, déjense de tímidas bobadas. Nadie casi nunca me entiende, pero ahora no las entiendo yo. Perras negras manifiéstense, vuélvanse materia y háblenme de mí. Háblenme de mí... háblenme de él, de ella y de él también.

Perras negras, ¿dónde están?, ¿dónde está Ella? Con Ella viven porque de Ella surgen, como de ustedes nace Ella.

Díganle entonces que la extraño... y también que lo lamento.

martes, 19 de febrero de 2013

Desde el baúl...

Pobres de mis viejos escritos, han visto poco la luz. Ahí disculpen la inexperiencia poética y también la ingenuidad, propia de la edad (creo). 


El mundo cálido de lo inmerso en la fantasía, 
atrae irremediablemente a las almas que en la búsqueda de lo mágico 
encuentran lo real.
Acuden a lo ilógico las manos de un poeta que experimentando el deseo 
capturan la esencia del amor.
Encuentros irremediables a búsquedas sin remedio.
Instintos fugaces a instantes eternos. 

-2004-

. . .

La búsqueda del alma engrandece la mente y los sentidos de su inagotable explorador.
La luz del interior posee clarividencia de todo aquello que estando ante nuestros ojos, es oscurecido por la ignorancia y la soberbia.
Aquel que logra cubrirse con su propio manto de interior, sacude los fantasmas de lo absurdo
y enaltece el éter que reclama la belleza de un mundo compartido por hombres, ángeles y duendes.

-5 de enero de 2003-

. . .

Y mientras él sonríe yo me ahogo,
y me elevo.
Y desciendo, y grito y muero.
Y a contraluz me miro...
tan dentro de mí,
tan hecho yo que muero.
Y vivo en él y muero en él,
mientras me estruja y me deshace,
y a contraluz me hace.

-2006-

viernes, 14 de septiembre de 2012

El día en que Liz se puso sus tenis amarillos

Me encontré este texto que escribí hace justo un año, se los comparto:


Los personajes principales de la película The Kid, Rusty de ocho años y Russ, su versión cuarentona del futuro, llaman al día en que su madre fue internada por una sobredosis de droga "el día en que matamos al pato con el pan". Hacen alusión a este accidente que les sucedió en esa misma fecha, con la intención de no articular el traumático episodio con su madre.

Imitando esta estrategia, mi amiga Liz y yo decidimos llamar al suceso que les contaré a continuación, "el día en que Liz se puso sus tenis amarillos" (que rara vez usaba).

Bien. Empezaré por argumentar que cuando realizamos cotidianamente alguna actividad, algo natural y por demás inconsciente pasa en nuestro cerebro (bueno, al menos en el mío): adquirimos confianza y despreocupación. No en todos los casos esta confianza es sana, a veces lo es también peligrosa. Este fenómeno es por el que muy a menudo veo a personas manejando un automóvil mientras hablan por teléfono celular, gente caminando mientras escribe en su smartphone y motociclistas conduciendo sin casco. A mí me pasó también…

Este 14 de septiembre se cumplen cinco años del día en que fui atropellada en mi bicicleta, en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, México. Siempre he atribuido dicho accidente principalmente a mi exceso de confianza al conducir mi vehículo de dos llantas pero, lo más interesante de esta historia, se encuentra sin duda en las consecuencias desatadas luego de esta distracción y en lo absurdo de varias de ellas.

Iba en sentido contrario por una de las calles aledañas a mi universidad, my bad. La confianza y mi muy usual distracción se habían apoderado de mí y creí que, antes de que éste arrancara, alcanzaría a pasar por enfrente del automóvil que se preparaba para incorporarse a la calle por la que yo me desplazada. Como podrán imaginar, no alcancé. Afortunadamente el golpe no fue muy fuerte, pues el carro comenzaba apenas a avanzar, pero sí me tumbó al piso de manera un tanto aparatosa. El conductor no había tomado la precaución de voltear a ver ambos lados de la calle.

Recuerdo haberme levantado de la caída en un segundo, bajo la certeza de que todo estaba bien. Eso mismo le dije al conductor del auto cuando bajó a auxiliarme. Pero al momento siguiente, todo comenzó a nublarse y tuve un mareo que duró por largos minutos. Recuerdo también a una chica y un joven español que me acompañaron y ayudaron a sentarme en la banqueta, y de los cuales nunca pude recordar su rostro. Me avergonzaba encontrármelos un día por el campus y no poder siquiera sonreírles como muestra de mi agradecimiento por su amabilidad. 

En aquel semestre yo no había comprado el seguro de gastos médicos que ofrecía la universidad, pero esto no parecía ser un problema, porque el automovilista aseguró que con el suyo podríamos cubrir los gastos generados por mi revisión en el hospital más costoso de Monterrey (perteneciente a la misma universidad). Al pasar el mareo me encontraba en una especie de lapso eufórico que me provocaba bastante simpleza. Me causaba risa la inusual situación de ser atropellada e, incluso, creo que fue lo primero en lo que pensé mientras caía de la bicicleta, a pesar de que esto sucedió en cuestión de segundos. Me dejé llevar por la ambulancia y me limité a dar algunas instrucciones a los vigilantes del campus para que avisaran del accidente a las personas más cercanas a mí. Mi calidad de foránea, según mi criterio, excluía de este tipo de noticias a mi familia.

Todo parecía estar bien en el hospital, salvo un pequeño esguince en el cuello, raspones y algunos moretones. Hasta aquí la experiencia me había parecido dolorosa y estúpida y, sin embargo, también emocionante (no todos los días lo atropellan a uno). Pero todo comenzó a complicarse cuando el conductor del Audi que me golpeó (cuidado con lo que desean, alguna vez dije a un amigo que si un carro me atropellaba, esperaba que fuera un Audi), no llegaba al hospital a saldar la deuda a través de su seguro. En ese momento me sentí abandonada y toda la sensibilidad que no me había llegado hasta entonces, comenzó a fluir en lágrimas.

Había sucedido que a los vigilantes de la universidad les había parecido pertinente avisar del accidente a Tránsito Municipal y, dado que en la escena había "sangre" (misma que consistía en el aparatoso raspón de mi brazo), los oficiales se habían llevado en calidad de detenido al benefactor de mis servicios médicos.

Resultó también que el conductor del auto era presidente de la Federación de Estudiantes de la universidad y esto ayudó a que después de un rato, el Departamento de Desarrollo Estudiantil lograra negociar mi salida del hospital, dejando el pago correspondiente en espera. Fue así como ese jueves terminó con una llamada de feliz cumpleaños para mi hermana, un baño caliente y la reconfortante sopa preparada por una amiga.

Pasó el fin de semana y en alguno de esos patrióticos días de conmemoraciones por la Independencia de México, llamé por teléfono al automovilista implicado para decirle que me encontraba bien y confirmar que él también lo estuviera (no recuerdo a ciencia cierta cómo llegó a mí su número). No obtuve respuesta, pero dejé el mensaje en la máquina contestadora.

El lunes siguiente recibí una llamada del chico. Me aseguró que se encontraba bien, pero que necesitaba mi ayuda para sacar su auto del corralón, donde había permanecido custodiado por Tránsito todo el fin de semana. El día del accidente él había viajado y pasado todo el fin de semana en su ciudad natal. Accedí a ayudarlo y a declarar ante las autoridades lo sucedido; él mismo me llevó al Ministerio Público.

Al llegar a las oficinas del Ministerio, fue directamente con uno de los funcionarios a quien, yo supuse, había conocido desde el día de su detención. Juntos me llevaron con una señorita a la que le faltaba la cordialidad y le sobraba la antipatía. Ella tomó apresuradamente mi declaración y mencionó que yo tenía derecho a un abogado público (como en las películas), el cual jamás apareció y por el que yo, en mi ingenuidad o ignorancia, nunca pregunté.   

La declaración duró no más de 10 minutos y consistió en explicar a grandes rasgos cómo y dónde había sucedido el accidente. Sobretodo, la funcionaria se esforzó en que yo afirmara varias veces que iba en sentido contrario y que, por lo tanto, era culpable del choque. Eso hice, afirmé que iba en sentido contrario y que si eso me hacía culpable, lo era. Yo no estaba ahí para contar ninguna mentira buscando salvarme de un castigo, debía explicar cómo había sucedido todo para que dejaran libre el automóvil del conductor que había pagado mis servicios médicos. Después de atravesarme en su camino y meterlo en ese problema, se lo debía.      

En aquel entonces yo tenía 21 años de edad y quizá fue por falta de vida y sobrada ingenuidad que nunca esperé lo que sucedió cuando terminé de declarar: el funcionario que estaba al lado del conductor me dijo que, como yo era culpable del accidente, debía pagarle al dueño del auto mil 600 pesos por costo de grúa y corralón (los cinco días que había estado encerrado el Audi, mientras su dueño se encontraba fuera de la ciudad). Luego añadió en un tono amenazante que si me oponía a hacerlo retendrían mi bicicleta e, incluso, podrían aprehenderme; advertencia que a mí me pareció ridícula y sobrante. Eso sí, destacó que, por amabilidad, el automovilista pagaría el arreglo de su carro por los daños que mi bicicleta le había causado, no era necesario que yo me preocupara por ese dinero.

Dadas las amenazas, no pensé que pudiera hacer mucho más al respecto, así que pedí al amable conductor del auto que me llevara a un cajero, saqué el dinero (lo que significó una considerable baja a mis recursos monetarios, como estudiante foránea que era), se lo entregué y no quise saber más. Tengo entendido que recientemente dicho automovilista se ha convertido en diputado por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

En ese momento predominaba en mí un sentimiento de confusión. Sin duda yo había sido culpable del accidente; había violado el reglamento que, si yo era conductora de un vehículo, debía respetar; había circulado en sentido contrario. Sin embargo, no podía dejar de sentir que algo injusto había sucedido.

Luego del choque, mi bicicleta  fue llevada al corralón en la misma grúa que retiró el Audi. Para sacarla de ahí debía cubrir otro monto por gastos de grúa (la misma que ya había pagado por el auto pero que, según me dijeron, cobraba por vehículo); desembolsar poco más de 100 pesos por cada día que la bicicleta estuviera en custodia; y conseguir que el juez correspondiente a mi comunidad (que nunca antes en su vida me había visto), testificara que efectivamente la bicicleta era de mi propiedad. Pero había un problema, y es que nadie sabía decirme quién era el juez correspondiente a mi comunidad y dónde podía encontrarlo.

Diez días después de sucedido el accidente, un departamento jurídico de la universidad pudo conseguirme los datos de la jueza y fui a buscarla a su casa. Me abrió una señora en bata y con tubos en el cabello que me dijo “ah sí, tráeme una carta donde yo testifique que es tu bicicleta, la firmo y te va a costar 250 pesos” (si mal no recuerdo el monto). Sí, una señora en bata y con tubos, que yo nunca antes había visto y a quien no le constaba que yo hubiera comprado esa bicicleta, iba a constatar que era mía por la módica cantidad de 250 pesos.

Renuente a pagar por tan absurdo requerimiento, llamé al departamento de Tránsito Municipal para explicar la ilógica situación, esperando de su parte algo de flexibilidad. La persona que me contestó se limitó a decirme: “no señorita, yo que usted ya ni le movía. Le van a pedir que tenga licencia de conducir y placa para la bicicleta, y usted no cuenta con ellas, no vaya a ser que la multen por eso”. Dejé mi bicicleta en el corralón, pues sacarla me costaba ya más de lo que había pagado originalmente por ella.    

Por medio de otros ciclistas en Monterrey supe después que, efectivamente, el Reglamento de Tránsito y Vialidad del municipio exige a los conductores de bicicletas que porten placas y licencias. Sin embargo no hay manera de obtenerlas. A los ciclistas que han intentado tramitarlas, las mismas autoridades les han dicho que no existen estos permisos para bicicletas.

Poco antes de graduarme, casi un año después del accidente, el director del Departamento de Desarrollo Estudiantil de la universidad me mandó llamar para cobrarme los aproximadamente cinco mil pesos que habían significado los gastos de mi revisión en el hospital. Esto, me dijo, porque el seguro del automovilista no había podido cubrir el monto, ya que yo era culpable del accidente. Ante mi negativa pues, como le afirmé, no contaba con ese dinero, seguro de su buena acción expresó: “muy bien, nosotros lo pagaremos, tómalo como un regalo de graduación”.

Como dije antes, no podía dejar de sentir que algo injusto había sucedido. Y es que, aunque es muy cierto que los ciclistas deben ser también conductores responsable y respetuosos de las reglas vehiculares, son nulas las seguridades que estas reglas les ofrecen a ellos, al menos en Monterrey, Nuevo León. Se juzga y se castiga por igual a un ciclista que a un automovilista, pero al primero no se le da ni la mitad de opciones y seguridades que al segundo.

Constantemente en aquellos tiempos, circulaba en sentido contrario por algunas calles para evitar meterme en avenidas demasiado transitadas y peligrosas que no tenían espacios exclusivos para que los ciclistas se desplazaran. En algunas otras lo hacía por temor a no ver claramente a los automovilistas que venían detrás, pues me sentía amenazada cuando pasaban a altas velocidades sumamente cerca de mí. No son justificaciones, lo sé, pero ciertamente son las razones por las que lo hacía.
  
No existen carriles exclusivos en las calles para andar en bicicleta. Circular por las banquetas en este vehículo es un acto prohibido y, en su mayoría, los automovilistas no son amables ni cuidadosos con los ciclistas. Si un accidente llega a suceder, aún cuando no fuera culpa del ciclista, muy probablemente éste recibiría una sanción por no portar los permisos que se le exigen en la teoría, pero que en la práctica no existen (placa, licencia, tarjeta de circulación). Además, a falta de éstos y para recuperar el vehículo confiscado, un desconocido le cobraría por testificar que efectivamente es de su propiedad.

Después de cinco años de lo sucedido, he vuelto a ser ciclista. Todos los días lucho contra mi confianza y mi distracción, y siempre llevo las manos puestas en los frenos de mi bicicleta, porque nunca se sabe… Intento respetar el tránsito de los otros vehículos y mantenerme alejada de ellos lo mejor que pueda. Sin duda, aunque aún me faltan cosas por hacer, aprendí bien de esta lección. Sin embargo, no he recibido mucho a cambio, ni por parte de los automovilistas, ni de las instancias municipales. En ese sentido, que yo sepa, todo sigue igual.     

Me transporto en bicicleta, en parte porque me parece una forma de respeto a la vida: al medio ambiente y a la sociedad. Como ciclista, me gustaría que también mi vida se respetara y que se me diera lo mismo que se me exige: seguridad, responsabilidad y educación cívica. Finalmente, el respeto a la vida no excluye formas de transporte.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Una piedrita y la punta de un zapato, para entrar en el kibbutz

Hacía rato que la idea del kibutz le rondaba, un kibbutz del deseo. "Curioso que de golpe una frase brote así y no tenga sentido, un kibbutz del deseo, hasta que a la tercera vez empieza a aclararse despacito y de golpe se siente que no era una frase absurda (…)

(…) el kibutz del deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de andar dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibutz; colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro.

(…) Kibbutz del deseo, no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga definición de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en cada error y también en cada salto adelante , eso era ser hombre, no ya un cuerpo y un alma sino esa totalidad inseparable, ese encuentro incesante con las carencias (…)

(…) Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su kibutz se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica (…) Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era su deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora.

(...) La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, perfectamente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (…) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedra hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo (…) lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (…) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato (…) Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita contra l'azur l'azur l'azur l'azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.

Rayuela, fragmento capítulo 36. -Julio Cortázar -

martes, 22 de noviembre de 2011

Corazón vs Cerebro

Me encanta cuando mis ilustradores favoritos tienen este tipo de coincidencias =D