viernes, 1 de junio de 2018

Mantente encendido

“Eres del lugar donde recoges 
la basura.
Donde dos rayos caen
en el mismo sitio.
Porque viste el primero,
esperas el segundo.
Y aquí sigues.
Donde la tierra se abre
y la gente se junta.”

(Fragmento Con el puño en alto. Juan Villoro)


¿Qué hacía yo el 19 de septiembre de 2017, a las 13:14 horas? Recordemos…

Caminaba por un centro comercial. Estaba enojada con mi mejor amigo, pero buscaba su regalo de cumpleaños, porque incluso los nacidos bajo escorpión somos capaces de sostener una tregua en los cumpleaños. Poco después de esa hora, quizá como a las dos de la tarde, mi celular se llenaba de notificaciones en los grupos de Whatsapp.

Así empezaron a llegar los videos virales de edificios cayendo y, con ellos, la indiferencia de la lejanía; el asombro morboso que distingue a los que miran la pantalla de los que ven nubes de humo desde un tambaleante piso 26. Luego sí, la preocupación, las llamadas no respondidas, los mensajes no recibidos y las peticiones de guardar la calma.

Cuando supimos que los nuestros estaban bien, comenzamos a ver más allá. Primero con incredulidad y evasión; después con dolor, frustración e incertidumbre, pero también con admiración y orgullo (casi celos); con la esperanza que enciende el México doliente, el México activo, el México de los mexicanos.

Los que estábamos lejos… algunos… bastantes… fuimos contagiados por un testimonio, el cansancio de un amigo involucrado hasta los huesos, un puño en alto, el silencio, el Himno Nacional y el Cielito Lindo, o el ladrido de un perro que sonaba a esperanza, a posibilidad. El sismo de ese martes y sus terribles consecuencias despertaron la conciencia de una sociedad civil que se manifestó organizada, crítica, exigente, participativa y autogestiva.

Pero las semanas pasaron y la solidaridad se llenó de cansancio. En el ambiente se respiraba la disyuntiva de una población que necesitaba volver a su “normalidad”, pero se rehusaba a dormir de nuevo; que deseaba continuar, pero debía reconstruir su ciudad; que buscaba superar el dolor, pero se resistía a olvidar todo lo que de él surgió.

Algunos quisimos aferrarnos un tiempo más al alma tocada que deseaba salvar y ser salvada. En mi círculo de relaciones, fuimos 40 las personas que adoptamos a cuatro familias de escasos recursos afectadas por los sismos de septiembre: dos chiapanecas y dos oaxaqueñas. Durante seis meses, cada uno de nosotros aportó un poco de su bolsillo para que estas familias recibieran dos mil pesos mensuales a manera de donación. Sabíamos que era una cantidad pequeña comparada con su nivel de necesidad, pero considerable con respecto a su grado de posibilidad.

El primer día de abril llegó el sexto mes de aportación, y con ello el final de nuestra pequeña tarea. Mi sentimiento era agridulce, contradictorio. Cuando sueño con salvar al mundo, el asistencialismo no figura como mi mejor estrategia. Por un lado, el clic de la transferencia bancaria me recordaba cada mes que pronto las familias apoyadas volverían a su escasez habitual; que como ellas existían más, muchísimas más, en iguales o peores circunstancias; que el cambio que aportábamos era irremediablemente temporal. Por el otro, brillaban dentro de mí las sonrisas que en las fotografías recibidas reflejaban la emoción de las personas apoyadas por contar con un colchón para dormir, zapatos para los niños, láminas para proteger de la lluvia sus casas …

El cambio verdadero conlleva tiempo y mucho trabajo (personal y colaborativo). Pero no encuentro la manera de mantener la llama de la sensibilidad encendida, si no es por medio de la proximidad, de la vivencia. Ciertamente el asistencialismo no produce soluciones permanentes, pero bien entendido sí mantiene corazones encendidos.

En la lucha por nuestra propia sobrevivencia, resulta verdaderamente agotador y casi imposible, detenerse en la congoja que causa ver a cada anciano con la mano extendida en la calle, a cada niño enfermo con la necesidad de un tratamiento imposible de conseguir, a cada perro callejero o a cada ser humano que duerme entre cartones. De verdad, si mirara con esmero todas las escenas con las que me encuentro cotidianamente, y pusiera atención consciente y prolongada a los pinchazos de dolor que me causan, acabaría inmóvil en mi cama con un alto nivel de frustración y culpabilidad. ¿De qué le serviría yo al mundo hecha bolita en mi cama?, ¿de qué me serviría el mundo a mí?

No puedo tampoco, sin embargo, aceptar la injusticia y la desigualdad como algo natural, algo que simplemente está. ¿Dónde encuentro entonces el balance?, ¿cómo meto las manos al lodo sin terminar ahogada en el pantano?

Si tú como yo, sientes que el impacto estructural de tu aportación al mundo tardará en manifestarse; que quizá nunca llegues a ser testigo de ello; que detrás de un escritorio o desde un salón de clases, tus actos parecen pequeños soldados que tienen por delante una guerra llena de obstáculos. Si a veces esto te desmotiva y te aleja del propósito profundo de tu vida, de tu propia esencia, voy a darte varios consejos no pedidos:

Identifica tu lucha y mantente cerca de ella. Descubre cuál (o cuáles) de todos los males que aquejan al mundo, es el que más te duele. Encontrarás que casi siempre, se trata exactamente del que más ha impactado tu propia historia de vida, tu mundo personal. Para algunos será la pobreza, para otros la destrucción del medio ambiente, la discriminación o la injusticia. Problemáticas en el menú hay muchas y créeme cuando te digo que no tienes que probar de todas, porque cada una tiene sus propios y bastantes comensales. No quieras comerte el mundo entero porque nunca podrás hacerlo. Observa, aprecia y aprende de todo, pero aférrate a tu propia misión. Aquello que nos emociona en lo más profundo de nuestro ser, es a donde naturalmente volcamos nuestra atención y a donde somos más capaces de encaminar nuestras acciones.

La sensibilidad tiene una parte de espontaneidad y otra mucha de cultivo. Como mecanismo de defensa natural del ser humano, a veces la evasión es incluso más espontanea. Por eso mira documentales sobre el tema que te duele, lee textos exhaustivos, asiste a voluntariados (aunque sean asistencialistas), mira a los ojos de las personas afectadas, toca sus manos. No huyas, confronta. Por mucho que duela, a la larga pesa más la falsa indiferencia. El verdadero sufrimiento surge cuando se niega el dolor que de una manera u otra es parte de nuestra identidad, de nuestra esencia.

Cultiva tu propia sensibilidad. Prepara tu corazón con las condiciones y el abono necesario, para que ofrezca tierra fértil en la que pueda crecer el interés y la acción. Si pones una semilla del árbol más grande en una maceta, brotará un bonsái; pero si la pones en la tierra fértil de un jardín, con las condiciones climáticas que propicien su crecimiento, obtendrás un árbol robusto y fuerte… De muchos árboles robustos y fuertes, un día, para maravilla de tu vista, nacerá un bosque.