viernes, 14 de septiembre de 2012

El día en que Liz se puso sus tenis amarillos

Me encontré este texto que escribí hace justo un año, se los comparto:


Los personajes principales de la película The Kid, Rusty de ocho años y Russ, su versión cuarentona del futuro, llaman al día en que su madre fue internada por una sobredosis de droga "el día en que matamos al pato con el pan". Hacen alusión a este accidente que les sucedió en esa misma fecha, con la intención de no articular el traumático episodio con su madre.

Imitando esta estrategia, mi amiga Liz y yo decidimos llamar al suceso que les contaré a continuación, "el día en que Liz se puso sus tenis amarillos" (que rara vez usaba).

Bien. Empezaré por argumentar que cuando realizamos cotidianamente alguna actividad, algo natural y por demás inconsciente pasa en nuestro cerebro (bueno, al menos en el mío): adquirimos confianza y despreocupación. No en todos los casos esta confianza es sana, a veces lo es también peligrosa. Este fenómeno es por el que muy a menudo veo a personas manejando un automóvil mientras hablan por teléfono celular, gente caminando mientras escribe en su smartphone y motociclistas conduciendo sin casco. A mí me pasó también…

Este 14 de septiembre se cumplen cinco años del día en que fui atropellada en mi bicicleta, en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, México. Siempre he atribuido dicho accidente principalmente a mi exceso de confianza al conducir mi vehículo de dos llantas pero, lo más interesante de esta historia, se encuentra sin duda en las consecuencias desatadas luego de esta distracción y en lo absurdo de varias de ellas.

Iba en sentido contrario por una de las calles aledañas a mi universidad, my bad. La confianza y mi muy usual distracción se habían apoderado de mí y creí que, antes de que éste arrancara, alcanzaría a pasar por enfrente del automóvil que se preparaba para incorporarse a la calle por la que yo me desplazada. Como podrán imaginar, no alcancé. Afortunadamente el golpe no fue muy fuerte, pues el carro comenzaba apenas a avanzar, pero sí me tumbó al piso de manera un tanto aparatosa. El conductor no había tomado la precaución de voltear a ver ambos lados de la calle.

Recuerdo haberme levantado de la caída en un segundo, bajo la certeza de que todo estaba bien. Eso mismo le dije al conductor del auto cuando bajó a auxiliarme. Pero al momento siguiente, todo comenzó a nublarse y tuve un mareo que duró por largos minutos. Recuerdo también a una chica y un joven español que me acompañaron y ayudaron a sentarme en la banqueta, y de los cuales nunca pude recordar su rostro. Me avergonzaba encontrármelos un día por el campus y no poder siquiera sonreírles como muestra de mi agradecimiento por su amabilidad. 

En aquel semestre yo no había comprado el seguro de gastos médicos que ofrecía la universidad, pero esto no parecía ser un problema, porque el automovilista aseguró que con el suyo podríamos cubrir los gastos generados por mi revisión en el hospital más costoso de Monterrey (perteneciente a la misma universidad). Al pasar el mareo me encontraba en una especie de lapso eufórico que me provocaba bastante simpleza. Me causaba risa la inusual situación de ser atropellada e, incluso, creo que fue lo primero en lo que pensé mientras caía de la bicicleta, a pesar de que esto sucedió en cuestión de segundos. Me dejé llevar por la ambulancia y me limité a dar algunas instrucciones a los vigilantes del campus para que avisaran del accidente a las personas más cercanas a mí. Mi calidad de foránea, según mi criterio, excluía de este tipo de noticias a mi familia.

Todo parecía estar bien en el hospital, salvo un pequeño esguince en el cuello, raspones y algunos moretones. Hasta aquí la experiencia me había parecido dolorosa y estúpida y, sin embargo, también emocionante (no todos los días lo atropellan a uno). Pero todo comenzó a complicarse cuando el conductor del Audi que me golpeó (cuidado con lo que desean, alguna vez dije a un amigo que si un carro me atropellaba, esperaba que fuera un Audi), no llegaba al hospital a saldar la deuda a través de su seguro. En ese momento me sentí abandonada y toda la sensibilidad que no me había llegado hasta entonces, comenzó a fluir en lágrimas.

Había sucedido que a los vigilantes de la universidad les había parecido pertinente avisar del accidente a Tránsito Municipal y, dado que en la escena había "sangre" (misma que consistía en el aparatoso raspón de mi brazo), los oficiales se habían llevado en calidad de detenido al benefactor de mis servicios médicos.

Resultó también que el conductor del auto era presidente de la Federación de Estudiantes de la universidad y esto ayudó a que después de un rato, el Departamento de Desarrollo Estudiantil lograra negociar mi salida del hospital, dejando el pago correspondiente en espera. Fue así como ese jueves terminó con una llamada de feliz cumpleaños para mi hermana, un baño caliente y la reconfortante sopa preparada por una amiga.

Pasó el fin de semana y en alguno de esos patrióticos días de conmemoraciones por la Independencia de México, llamé por teléfono al automovilista implicado para decirle que me encontraba bien y confirmar que él también lo estuviera (no recuerdo a ciencia cierta cómo llegó a mí su número). No obtuve respuesta, pero dejé el mensaje en la máquina contestadora.

El lunes siguiente recibí una llamada del chico. Me aseguró que se encontraba bien, pero que necesitaba mi ayuda para sacar su auto del corralón, donde había permanecido custodiado por Tránsito todo el fin de semana. El día del accidente él había viajado y pasado todo el fin de semana en su ciudad natal. Accedí a ayudarlo y a declarar ante las autoridades lo sucedido; él mismo me llevó al Ministerio Público.

Al llegar a las oficinas del Ministerio, fue directamente con uno de los funcionarios a quien, yo supuse, había conocido desde el día de su detención. Juntos me llevaron con una señorita a la que le faltaba la cordialidad y le sobraba la antipatía. Ella tomó apresuradamente mi declaración y mencionó que yo tenía derecho a un abogado público (como en las películas), el cual jamás apareció y por el que yo, en mi ingenuidad o ignorancia, nunca pregunté.   

La declaración duró no más de 10 minutos y consistió en explicar a grandes rasgos cómo y dónde había sucedido el accidente. Sobretodo, la funcionaria se esforzó en que yo afirmara varias veces que iba en sentido contrario y que, por lo tanto, era culpable del choque. Eso hice, afirmé que iba en sentido contrario y que si eso me hacía culpable, lo era. Yo no estaba ahí para contar ninguna mentira buscando salvarme de un castigo, debía explicar cómo había sucedido todo para que dejaran libre el automóvil del conductor que había pagado mis servicios médicos. Después de atravesarme en su camino y meterlo en ese problema, se lo debía.      

En aquel entonces yo tenía 21 años de edad y quizá fue por falta de vida y sobrada ingenuidad que nunca esperé lo que sucedió cuando terminé de declarar: el funcionario que estaba al lado del conductor me dijo que, como yo era culpable del accidente, debía pagarle al dueño del auto mil 600 pesos por costo de grúa y corralón (los cinco días que había estado encerrado el Audi, mientras su dueño se encontraba fuera de la ciudad). Luego añadió en un tono amenazante que si me oponía a hacerlo retendrían mi bicicleta e, incluso, podrían aprehenderme; advertencia que a mí me pareció ridícula y sobrante. Eso sí, destacó que, por amabilidad, el automovilista pagaría el arreglo de su carro por los daños que mi bicicleta le había causado, no era necesario que yo me preocupara por ese dinero.

Dadas las amenazas, no pensé que pudiera hacer mucho más al respecto, así que pedí al amable conductor del auto que me llevara a un cajero, saqué el dinero (lo que significó una considerable baja a mis recursos monetarios, como estudiante foránea que era), se lo entregué y no quise saber más. Tengo entendido que recientemente dicho automovilista se ha convertido en diputado por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

En ese momento predominaba en mí un sentimiento de confusión. Sin duda yo había sido culpable del accidente; había violado el reglamento que, si yo era conductora de un vehículo, debía respetar; había circulado en sentido contrario. Sin embargo, no podía dejar de sentir que algo injusto había sucedido.

Luego del choque, mi bicicleta  fue llevada al corralón en la misma grúa que retiró el Audi. Para sacarla de ahí debía cubrir otro monto por gastos de grúa (la misma que ya había pagado por el auto pero que, según me dijeron, cobraba por vehículo); desembolsar poco más de 100 pesos por cada día que la bicicleta estuviera en custodia; y conseguir que el juez correspondiente a mi comunidad (que nunca antes en su vida me había visto), testificara que efectivamente la bicicleta era de mi propiedad. Pero había un problema, y es que nadie sabía decirme quién era el juez correspondiente a mi comunidad y dónde podía encontrarlo.

Diez días después de sucedido el accidente, un departamento jurídico de la universidad pudo conseguirme los datos de la jueza y fui a buscarla a su casa. Me abrió una señora en bata y con tubos en el cabello que me dijo “ah sí, tráeme una carta donde yo testifique que es tu bicicleta, la firmo y te va a costar 250 pesos” (si mal no recuerdo el monto). Sí, una señora en bata y con tubos, que yo nunca antes había visto y a quien no le constaba que yo hubiera comprado esa bicicleta, iba a constatar que era mía por la módica cantidad de 250 pesos.

Renuente a pagar por tan absurdo requerimiento, llamé al departamento de Tránsito Municipal para explicar la ilógica situación, esperando de su parte algo de flexibilidad. La persona que me contestó se limitó a decirme: “no señorita, yo que usted ya ni le movía. Le van a pedir que tenga licencia de conducir y placa para la bicicleta, y usted no cuenta con ellas, no vaya a ser que la multen por eso”. Dejé mi bicicleta en el corralón, pues sacarla me costaba ya más de lo que había pagado originalmente por ella.    

Por medio de otros ciclistas en Monterrey supe después que, efectivamente, el Reglamento de Tránsito y Vialidad del municipio exige a los conductores de bicicletas que porten placas y licencias. Sin embargo no hay manera de obtenerlas. A los ciclistas que han intentado tramitarlas, las mismas autoridades les han dicho que no existen estos permisos para bicicletas.

Poco antes de graduarme, casi un año después del accidente, el director del Departamento de Desarrollo Estudiantil de la universidad me mandó llamar para cobrarme los aproximadamente cinco mil pesos que habían significado los gastos de mi revisión en el hospital. Esto, me dijo, porque el seguro del automovilista no había podido cubrir el monto, ya que yo era culpable del accidente. Ante mi negativa pues, como le afirmé, no contaba con ese dinero, seguro de su buena acción expresó: “muy bien, nosotros lo pagaremos, tómalo como un regalo de graduación”.

Como dije antes, no podía dejar de sentir que algo injusto había sucedido. Y es que, aunque es muy cierto que los ciclistas deben ser también conductores responsable y respetuosos de las reglas vehiculares, son nulas las seguridades que estas reglas les ofrecen a ellos, al menos en Monterrey, Nuevo León. Se juzga y se castiga por igual a un ciclista que a un automovilista, pero al primero no se le da ni la mitad de opciones y seguridades que al segundo.

Constantemente en aquellos tiempos, circulaba en sentido contrario por algunas calles para evitar meterme en avenidas demasiado transitadas y peligrosas que no tenían espacios exclusivos para que los ciclistas se desplazaran. En algunas otras lo hacía por temor a no ver claramente a los automovilistas que venían detrás, pues me sentía amenazada cuando pasaban a altas velocidades sumamente cerca de mí. No son justificaciones, lo sé, pero ciertamente son las razones por las que lo hacía.
  
No existen carriles exclusivos en las calles para andar en bicicleta. Circular por las banquetas en este vehículo es un acto prohibido y, en su mayoría, los automovilistas no son amables ni cuidadosos con los ciclistas. Si un accidente llega a suceder, aún cuando no fuera culpa del ciclista, muy probablemente éste recibiría una sanción por no portar los permisos que se le exigen en la teoría, pero que en la práctica no existen (placa, licencia, tarjeta de circulación). Además, a falta de éstos y para recuperar el vehículo confiscado, un desconocido le cobraría por testificar que efectivamente es de su propiedad.

Después de cinco años de lo sucedido, he vuelto a ser ciclista. Todos los días lucho contra mi confianza y mi distracción, y siempre llevo las manos puestas en los frenos de mi bicicleta, porque nunca se sabe… Intento respetar el tránsito de los otros vehículos y mantenerme alejada de ellos lo mejor que pueda. Sin duda, aunque aún me faltan cosas por hacer, aprendí bien de esta lección. Sin embargo, no he recibido mucho a cambio, ni por parte de los automovilistas, ni de las instancias municipales. En ese sentido, que yo sepa, todo sigue igual.     

Me transporto en bicicleta, en parte porque me parece una forma de respeto a la vida: al medio ambiente y a la sociedad. Como ciclista, me gustaría que también mi vida se respetara y que se me diera lo mismo que se me exige: seguridad, responsabilidad y educación cívica. Finalmente, el respeto a la vida no excluye formas de transporte.

4 comentarios:

  1. ... cabe mencionar que después de lo ocurrido no volví a usar esos"famosos" tenis amarillos (que por cierto eran del grand prix, lo menciono por aquello de la velocidad al volante atropellador). Además, hace 3 años los regalé porque los consideré de mala suerte; sin embargo, hace unos meses cuál ha sido mi sorpresa que mi hermana me trajo de un viaje que hizo...UNOS TENIS AMARILLOS! (los cuales se encuentran actualmente a la venta jajajaja)

    (esa parece la historia de "Las babuchas de la mala suerte", el famoso cuento de la primaria)

    ... ¿cómo es que nunca fotografiamos esos tenis?

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  2. Jajajaja, tenemos que trabajar tus traumas, amiga. Espero que tus pobres futuros hijos nunca quieran unos tenis amarillos, porque su madre ha quedado marcada jaja.

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  3. ¡Hola Adito! Ya se extrañaban tus posts, eres buenísima contando historias. ¡Nunca lo dejes! Sobre la historia qué bueno que no te pasó nada. Desafortunadamente los espacios y los derechos de la gente que usa bicicleta son un problema en todo el país, salvo honrosas excepciones. Saludos desde la sultana del norte :)

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  4. Mucha sgracias Luis Armandini, saludos =).

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